El olor a
café le inspiraba pero también le producía una terrible desazón. Casi no
recordaba su juventud, cuando siendo un ambicioso teniente prestaba sus servicios en la Guardia Colonial
de la Guinea Española, pero el penetrante aroma se lo recordaba. Y por su mente
desfilaban las horribles imágenes, a modo de fotogramas inmóviles, que oprimían su corazón como una negra y férrea
garra y lo precipitaban en un tenebroso abismo.
Cuando los
policías, alertados por los vecinos, llegaron
al dormitorio guiados por el
penetrante hedor, vieron sobre la mesilla de noche, al lado de dos cajas
de ansiolíticos vacías, una manoseada primera edición de la novela de Conrad. «
¡El horror, el horror!»
Benigno Montenegro
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