Comprendió que no le quedaba
nada por perder. Sintió contra la puerta el enésimo golpeteo, cada
vez menos prudente, más acorde con la impaciencia desaliñada de los
accionistas. Se miró al espejo, impecable como el capitán de un
barco que se hunde. De la chaqueta de tweed asomaba ya el primer hilo
en bancarrota. Tiró distraído. El susurro suave de la lana
contrastó con el golpeteo premuroso contra la puerta. La calidez del
regazo de su madre contra el frío implacable de fuera. Tiró y tiró.
Tras la chaqueta, se empezó a deshilachar la camisa. Tironeó
nervioso. No podía salir así, pero ya no había marcha atrás. Los
golpes le apremiaban. Detrás de la camisa fue la corbata, el cuello,
el pecho, los brazos tirando de su propio hilo, deshaciéndose a toda
velocidad. Por fin, sus últimos índice y pulgar cayeron al suelo
con un suspiro de nylon desplomado.
Fuera, los golpes, ciegos de
premura, retrataban la angustia de toda una ciudad.
María Aparicio
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